La vela es larga.
El tic-tac del reloj no cesa, ¡ja, cómo si el tiempo esperara!, llega la inconfundible soledad vedada que solo brinda la taciturna noche. El día terminó, no más ahogarse en la jornada de trabajo, no más podrirse entre el humarazo de la capital, entre los crímenes que con gusto se lucen en las portadas de los periódicos. No más.
Llega entonces la hora, me recuesto en el suelo –sobre una sabana gris, los mosquitos revolotean alrededor de la lámpara-, abro mi libro, el separador lo marca en la página 258, recuerdo la última frase que leí en el almuerzo. Sigo.
Cuando el cansancio se apodera de mis párpados como un derrotero que tuerce el deseo ya casi inconcebible de continuar leyendo, un giro de la cabeza -con brusquedad para ver si me despierto- se atraviesa entre mis gestos. Me lavo la cara. Sigo.
Ya casi termino de leer la página 315, me falta una solamente para terminar mi libro, mi compañero de viaje por los últimos 6 días; en su cubierta destaca el nombre de su flamante autor, un cubano de son y mar, Reynaldo Arenas –se llama-, debajo en letritas itálicas y más pequeñas se desdeña el título de la obra: Cuando tú y yo nos casemos. En la página 316. Termino.
El sueño no me ha vencido ésta noche, pero prefiero concluir la última frase mañana que esté más despierto y que el cerebro trabaje mejor. Bien dice otro autor cubano, Eliseo Alberto en su libro Caracol Beach, “Nunca tomes decisiones por la noches, hazlo por la mañana cuando el viento libre tu mente y las mariposas despejen tus pensamientos”, ¿cierto? Pienso.
¡Uy!, acabo de recordar algo, corro hasta el librero que descansa inmutable en mi habitación, libero con un leve jalón –entre el índice y el corazón- un libro, el primero que leí en mi vida. El que me encaminó a una pasión. La lectura.
“Que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre”, así se describe en su contra portada, adornada al dorso, con unas grandes letras que titula Relato de un náufrago por Gabriel García Márquez.
Lo saqué con esfuerzo, estaba ubicado entre otros dos títulos del mismo autor, Del amor y otros demonios y La mala hora, lo coloco sobre La campaña de Carlos Fuentes, mientras enciendo la computadora.
Grato el trabajo para el que escribo ahora éste artículo, cuesta desapegarse de una nostalgia novel, la que causa reencontrase con el primer libro que he leído en mi vida, que fue puerta brillante para que entrara en éste maravilloso mundo literario, que forma ideas y deforma realidades. Empiezo a escribir sin vanidad y con gusto.
Repaso cada uno de sus 14 capítulos, el náufrago, la historia de Luis Alejandro Velasco, la mano de un gran escritor, el arte de una lucida crónica. La visión de un periodista que se sienta como lo que en realidad es, un lector, cautivo –por consecuencia- en ese mundo de letras y empastes, llego a una conclusión diferente, 5 años después de leerlo por primera vez. Los diez días del joven en boca de él no son tan cautivadores como la pluma de quien con destreza los cronicó. Esa es mi conclusión.
Mórbido por una frase de Orson Welles, que dice “lo peor es cuando uno ha terminado un artículo y la máquina de escribir no le aplaude”, pienso, que a los lectores los libros nos dan las gracias por leerlos. Los autores reciben los aplausos de sus máquinas de escribir cada vez que en algún lugar alguien abre las amarillentas páginas repletas de historias y enseñanzas. Sus libros.
La vela es larga. Soy lector porque me gusta. Soy periodista porque soy un escritor que lee. El reloj marca las 3 de la madrugada. Hoy hay que trabajar. La vela es larga. ¿Y a mi quién me aplaude?
Llega entonces la hora, me recuesto en el suelo –sobre una sabana gris, los mosquitos revolotean alrededor de la lámpara-, abro mi libro, el separador lo marca en la página 258, recuerdo la última frase que leí en el almuerzo. Sigo.
Cuando el cansancio se apodera de mis párpados como un derrotero que tuerce el deseo ya casi inconcebible de continuar leyendo, un giro de la cabeza -con brusquedad para ver si me despierto- se atraviesa entre mis gestos. Me lavo la cara. Sigo.
Ya casi termino de leer la página 315, me falta una solamente para terminar mi libro, mi compañero de viaje por los últimos 6 días; en su cubierta destaca el nombre de su flamante autor, un cubano de son y mar, Reynaldo Arenas –se llama-, debajo en letritas itálicas y más pequeñas se desdeña el título de la obra: Cuando tú y yo nos casemos. En la página 316. Termino.
El sueño no me ha vencido ésta noche, pero prefiero concluir la última frase mañana que esté más despierto y que el cerebro trabaje mejor. Bien dice otro autor cubano, Eliseo Alberto en su libro Caracol Beach, “Nunca tomes decisiones por la noches, hazlo por la mañana cuando el viento libre tu mente y las mariposas despejen tus pensamientos”, ¿cierto? Pienso.
¡Uy!, acabo de recordar algo, corro hasta el librero que descansa inmutable en mi habitación, libero con un leve jalón –entre el índice y el corazón- un libro, el primero que leí en mi vida. El que me encaminó a una pasión. La lectura.
“Que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza y hecho rico por la publicidad y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre”, así se describe en su contra portada, adornada al dorso, con unas grandes letras que titula Relato de un náufrago por Gabriel García Márquez.
Lo saqué con esfuerzo, estaba ubicado entre otros dos títulos del mismo autor, Del amor y otros demonios y La mala hora, lo coloco sobre La campaña de Carlos Fuentes, mientras enciendo la computadora.
Grato el trabajo para el que escribo ahora éste artículo, cuesta desapegarse de una nostalgia novel, la que causa reencontrase con el primer libro que he leído en mi vida, que fue puerta brillante para que entrara en éste maravilloso mundo literario, que forma ideas y deforma realidades. Empiezo a escribir sin vanidad y con gusto.
Repaso cada uno de sus 14 capítulos, el náufrago, la historia de Luis Alejandro Velasco, la mano de un gran escritor, el arte de una lucida crónica. La visión de un periodista que se sienta como lo que en realidad es, un lector, cautivo –por consecuencia- en ese mundo de letras y empastes, llego a una conclusión diferente, 5 años después de leerlo por primera vez. Los diez días del joven en boca de él no son tan cautivadores como la pluma de quien con destreza los cronicó. Esa es mi conclusión.
Mórbido por una frase de Orson Welles, que dice “lo peor es cuando uno ha terminado un artículo y la máquina de escribir no le aplaude”, pienso, que a los lectores los libros nos dan las gracias por leerlos. Los autores reciben los aplausos de sus máquinas de escribir cada vez que en algún lugar alguien abre las amarillentas páginas repletas de historias y enseñanzas. Sus libros.
La vela es larga. Soy lector porque me gusta. Soy periodista porque soy un escritor que lee. El reloj marca las 3 de la madrugada. Hoy hay que trabajar. La vela es larga. ¿Y a mi quién me aplaude?